De vuelta al frío mundo, en las inmediaciones de la lejanía, mundo lejano, borroso. Nazco recién a la tierra y no la piso, no la encuentro. La tierra se me escabulle, el aire, en cambio, sopla en mis orejas calientes y besa mis plantas enrojecidas. Abro las manos, ignoro profundamente esto que se me ha perdido en la ansiedad del abrazo, todavía en el sueño, todavía en la bruma del líquido, en la esfera del líquido, y luego su voz, que ya no me rodea, ni su latido.
De vuelta aquí, la inconsciencia colmada de vacíos, la memoria desmantelada, el flujo de los nombres, de mí mismo. El desconocer otra vez, abierto como una ventana de aleros inmensos dándose al espejo de la tarde, copiando golondrinas, copiando el revoltijo de su vuelo, las golondrinas en la ordenada inmensidad de su cielo. Y el pálpito de la vida tañendo en todas direcciones, como una campana que anuncia la dicha, y la gente, pobre gente, de bruces por las vías alternas, el asfalto, la densidad de la prisa, la avaricia de la ceguera.
No sé de dónde se deja venir esta nostalgia, cristalina y muda como una gota que se precipita en una ráfaga de viento. Nostalgia de invisibilidad, nostalgia-cicatriz, lunar. No es la triste nostalgia del que añora, es la nostalgia del que se sabe otro, en otro quizá. Es un saber sin patas, sin ojos, un saber.
El mundo abre su palma seca, luminosa, palma repleta en su mesa de posibilidades, y no hay nadie allí, nadie que conozca, nadie que recuerde. La voz, el latido del agua, eso dulcemente instintivo, arduamente necesario, tal vez
pero “ella” no es de esta nostalgia.
Renée Nevárez